Arden los bosques
Paula Erizanu
Prólogo. Aleksandra
La revolución comenzó mucho antes de que los otros lo vieran. Pero se acabó mucho antes de que ella lo viera.
Se miente. No puede volver atrás. Simplemente quiere seguir viva.
Ha renunciado a todo –casas con sirvientes, esposos, niños, cenas en familia– por la revolución. Por la pasión. Intensidad. Ideales. Poder. Algo más grande que ella. Algo que le pertenezca. Ha estado ahí arriba, en el centro donde se toman las decisiones, ha apoyado, se ha opuesto, ha ordenado, ha visto luchas, traiciones, seducciones, manipulaciones, dolores, muerte y enfermedades con sus propios ojos y ha dado todo lo que ha podido para seguir empujando al mundo.
Y ha caído al vacío. Se ha machacado los nervios. Han empezado a temblarle las manos, llenas de anillos.
¿Ha merecido la pena? ¿Cuánto ha logrado? ¿Ha sido un error? ¿El haber vivido conforme a sus valores? Se autoelogia. ¿Por haber creído en una sola Verdad? Eso es lo que le había reprochado su padre. ¿Por haber subestimado las realidades, por haberse subestimado a sí misma, por haber confundido las cosas, como los pájaros confunden las ventanas con el aire y se golpean con todas sus fuerzas, dejando correr la sangre sobre el vidrio? Desplomándose en la acera entre los pies de los transeúntes…
Se opuso. Y este fue su final. La retiraron. Quizás no debería haberse opuesto directamente. Quizás debía haber jugado más sutilmente, más sucio, para adelantarse. Las manos limpias están atadas.
Algunos días envidia a los muertos. A los que no han conseguido ver cómo se transforma lo que soñaron, lo que crearon, en una monstruosidad. Envidia a Inessa, por ejemplo.
¿Cuánto de esta monstruosidad es mérito suyo? Cuando en casi veinte años han borrado todas sus políticas, una tras otra. Él se las ha borrado. Él, ellos.
Su corazón vuelve a latir sin control: el final está cerca, lo siente. En este músculo que le salta en el pecho y en los huesos que se rompen.
¿Le ha quedado algo por hacer? ¿Hay algo por corregir?
Escribir… Avisar… Que la gente sepa cómo fue en realidad. Lo que se quiso. Cómo se oscureció. Pero no puede ni escribir, no pasa la censura. Ni siquiera puede hablar, porque no sabe quién es agente y quién no. Solo para ver la vida delante de los ojos, seguir buscando, otra vez, el giro en el que habría podido salvarlo todo. Pero ¿cuánto puedes confiar en ti y en la historia que cuentas?
Moscú, marzo de 1952